sábado, 17 de julio de 2010

Finding me space. Space.

De las tardes efímeras que consumimos nadando en el verde junto al azul, dejando únicamente reposar los sentimientos sobre superficiles penetrables, aunque este no fuera el problema. Nada respira, nada queda, sin embargo, a pesar de lo prometido, porque aún el miedo, el desconcierto de aquel último cómputo juntos, me pesa demasiado en el estómago. En estas horas grises me dejo absorber por la inconsciencia (que dudo en qué tiene de ciencia, en realidad, todo esto, cuando se trata de un cruce de sentimientos adversos y de un desencuentro de empatías que no supimos calcular bien, aterrizando justo en en lagrimal del otro, haciéndolo llorar). Solamente una inexistencia figurada me calma esta sed que me desgarra, esta sed de ti, esta sed de las horas justo anteriores a que la noche cayera y pareciese que la luna fuera demasiado para nosotros, amantes, que no queríamos llegar al fin de nada de esto y nos entró el pánico, perdiéndonos el uno al otro en esa misma búsqueda.
Que, sin embargo, no puedo negar que me hubiera gustado hacerlo de otra manera, no desaparecer en cuanto hubo un poco de luz en la habitación y huir, porque eso hice, huir, en tu desconcierto en el que apenas me viste desaparecer, una mala pesadilla para ti, únicamente. Una carrera, desgarrada, hacia la estación, con el deseo estallándome en el pecho de desaparecer; he caído en mi propio error, pensando que alejarme de ti mostraría mi oasis, y sin embargo, las horas sin ti siguen contando y no paro de necesitarte, percatándome de que realmente huía de mí, de mis errores. Y ahora que me encuentro solas conmigo misma, comienza el odio proyectado hacia mis puntos cardinales, loca, tonta, cría. Pero era tal la necesidad de no prolongar esa batalla que aún se libraba entre mis costillas, contigo en medio, y el miedo de enfrentarme a todo lo que anoche ensucié en todo aquello. Como si no hacer de la noche noche, con el sueño y el despertar y el comienzo consecutivo de otro día, estirara esas horas fatales (como la de Purcell) y me hiciera legítima la huída, la drástica decisión, tan visceral (demasiado humana, diría Nietzsche, demasiado visceral, pero no quiero comprenderlo de otra manera, lo racional se me queda frío), porque todavía se mantuviera en caliente los besos y las palabras y no fuera tan doloroso el abrir de nuevo la herida, porque para mí aún no había cicatrizado, estaba ahí, sangrante.
Así que me alejé, con todo el equipaje, no dejando atrás ni el olor, para no hacerlo más doloroso, sosteniendo la respiración para también llevármela y no dejarla dentro de aquellas paredes que se atormentarían y no iban a comprender nada. Y corrí, desorientada, sin mirar atrás, congelada por esa madrugada que me decía que me ibas a echar de menos (y yo también a ti, no me congeles solo a mí) sin ninguna posibilidad de retorno; debajo de los dientes llevaba el abrazo último del dolor y la incomprensión, pero del amor y del perdón en cualquier caso, férreo, cálido, agotado física y emocionalmente, que olía tanto a ti y a tu cotidianidad, que tanto amo.
Y desplomada sobre el asiento del autobús, escuchaba Let me sign e intentaba localizarte entre el mapa de edificios colidantes con la playa, y lloraba, hasta quedarme dormida, exhausta.

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